EL ÚLTIMO VIAJE DE JACK




LA VANIDAD DE LOS DULUOZ                        JACK KEROUAC
Oh viejo Jack, si estás en algún sitio conocido, aunque solamente sea en aquel en el que habitan los elegidos, ese desvencijado almacén que debemos descubrir por sus relatos y por nuestra santa intuición de bebedores, muéstrate de nuevo y marca el camino a seguir, semejante a aquel que nos enseñaste a finales del 57. Haz que tu aliento de cobre viejo tome nueva vida y dicte unas pocas palabras, aunque sean incomprensibles, para todos aquellos que, como nosotros, últimos seguidores de las curvas hacia ninguna parte, precisamos de un guía, alguien que nos cuente de nuevo como salpicaban sus oraciones los solistas de jazz de la calle 52, mojados hasta los huesos por el mejor alcohol barato canadiense, cegados por nieblas de humo de Virginia. Haznos entonces alguna señal, podría ser semejante a la que mostrabas a las innumerables nubes que bajaban por el Hudson, y seguiremos tus indicaciones sin pestañear, dichosos por llegar derrotados a cualquier cuartucho del Village y, tumbados a lo largo de una desvencijada alfombra persa, entonar los acordes secretos al compás del "koto" japonés. 

He visto a una mujer de gigantesca belleza suburbana, su boca orillada por los más hermosos labios posibles en un atardecer de la Linea 2. Y eran una concha de carne celestial, esa bulba externa que al abrirse solo podía mostrar un halo de bienestar para los demás, pasajeros sumidos en un sórdido traqueteo hacia los oscuros rincones de la eterna rutina. Sentada sin elevar sus ojos más que esporádicamente, de un azul semejante a las crestas de los delfines del estrecho, con la mirada perdida hacia al suelo y una tenue sonrisa que mostraba una tristeza infinita, un canto silencioso de paz y resignación. ¿Donde irás nueva musa de los sonidos de los ferrocarriles, esposa de mis manos que quisieran recoger las tuyas y besarlas, aspirar el dulce sabor de la pérdida, acompañarte hasta la estación donde finalmente abras tu boca y vea salir de ella todos los mares que añoro?

Jack Duluoz, genuina mezcla de los vientos de la costa este americana, nos cuenta su pequeña y gran historia del adolescente de Lowell, Massachussets, cuando a finales de la década de los 30 busca su propio camino como estudiante y jugador promesa de fútbol americano. Protagonista en un país que aún conserva la deliciosa diferencia entre la ingenuidad de los paisajes rurales y la pujanza industrial y cosmopolita de las grandes urbes. Mundos e imágenes de casas de madera con sus porches de malla metálica, primeras borracheras con sus compañeros colegiales, (algunos fieles en su amistad durante muchos años), playas desérticas donde corre un viento helado en invierno, innumerables tardes de lluvia que hacen más grises las olas y sucias las nubes de algodón, vecindarios llenos de ecos polacos, griegos, judíos, helados, cervezas, cánticos absurdos e ingenuos de una generación que muy pronto entrará en el horror ya presentido de la II Guerra Mundial.

Su paso por el Brooklyn de aceras calientes, por la Universidad de Columbia, los encuentros de fútbol que le enfrentan con otros equipos de la liga universitaria, sus desavenencias con el entrenador, las aspiraciones por que le sea reconocido su valor como deportista destacado, sus primeras relaciones con la que posteriormente sería su primera mujer, personaje en la sombra a quien va dirigido el libro a modo de carta y relato de sus vivencias escondidas. Un Nueva York vibrante donde tienen cabida cualquier tipo de situaciones y, aun siendo aparentemente normales, nunca banales ante el empuje narrativo del viejo Jack. Barrios, aceras, personajes de paso y protagonistas de escenas que muestran vívidamente la pujanza de una ciudad que siempre está al límite de su expresión urbana. Cines, libros, comentarios interminables sobre aquellos escritores por los que se pronuncia Jack y su grupo de amigos y, al momento, sin dar apenas respiro al lector, salida a la calle y vuelta al bullicio febril de las esquinas del Village, correrías nocturnas por los puentes y sentir la velocidad torrencial de un millar de pensamientos cruzando por un cerebro que todo lo quiere abarcar.

Y los viajes como entrenamiento para que el escritor se engarce con la América eterna de las praderas, hacia el sur del aroma criollo, vagabundo crepuscular de toda una posterior generación de compatriotas. Impulso que refleja el ansia estremecedora por vivir y contar la gran historia de una nación adormecida, arquetipo de una sociedad enferma de soledad y búsqueda del éxito a ultranza. Navegación por los mares de Terranova hasta la bahía de Baffin, viejos cargueros que proveen de armamento y material militar a las bases americanas, atenazados por el miedo a los submarinos alemanes. Su llegada a Inglaterra en 1943, siempre de cara a un mar que le trata a menudo con la dureza metálica de los supervivientes, recordando aquella frase genial de Shakespeare, "Gran Bretaña, la isla que empuña el cetro", y vuelta a un Nueva York que les espera con los brazos abiertos de la gran matrona de la muerte.

Quizás sea la última parte de la novela la mejor, aquella que relata la etapa en que consolida su decisión inequívoca de ser escritor. Las nuevas amistades con los escritores ya casi consagrados de la época. La que narra su complicidad en el asesinato de un obsesivo homosexual, personaje tangencial en su círculo de amistades más cercano, epílogo en el que concluyen jornadas interminables de creación alimentada por el alcohol y las drogas, locura colectiva de una banda de lagartos brillantes entre las esquinas doradas de una ciudad enfebrecida por el dolor. Una línea constante de mundos espontáneos, de acciones donde no importa si la inmediatez es sórdida o formidable en su genialidad instantánea, buscando experiencias cuya meta se presume imposible.


Así es que me decido a recoger aquel libro de Rafael Argullol en la librería de la calle Santa Teresa, y mi intención más profunda es volver a ver los ojos de aquella mujer joven que atiende el mostrador en la misma entrada del local. Voy pensando en ella durante el trayecto en tren hasta el centro de una ciudad que a veces es del color de un caldero dorado, otras veces se me presenta como una línea transparente de lluvia recién posada en sus calles. Huelo mis manos que aun mantienen el olor de cebolla de la tarde y los árboles me saludan, fondeando después en las lágrimas de otros. Me invade una sensación de color de berzas deshojadas, enfangadas en las fronteras abisales de las aceras, cuando ella me mira y solo siento un calor que apenas me trata como al buen cliente que ha recogido su encargo.

Comentarios

  1. Me quito el sombrero con la reseña me lo voy a pillar ya

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    1. Harás bien compadre. Su última novela, quizá no tan "mítica", pero si con un gran poso de gran sueño americano adulterado.
      Saludos,
      JdG

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  2. Hay que darle cera a este librazo.

    Abrazos.

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    1. No te quepa ninguna duda Savoy. Y estaría muy bien hacer una película sobre la temática del libro.
      Abrazos,
      JdG

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  3. Después de leer esto aquí hay otro que se apunta al carro de hacerse con él. Merci mon amie. Abrazo.

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  4. Me sumo a los tres comentaristas anteriores para aplaudir tu texto y apuntarme el libro del autor de la imprescindible "En el camino".

    Un abrazo, Javier.

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    1. Vamos, vamos, el brillante escritor de la cuadrilla ya lo tendría que haber devorado.
      Abrazos,
      JdG

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