LA FIGURA DE CARTÓN
"En Julio, señores, siendo cobrador en un tranvía, cuesta sonreír", así comenzaba Ignacio Aldecoa uno de sus primeros relatos, ("El aprendiz de cobrador", "Cuentos Completos I", Alianza Editorial, 1973), y el caso es que me propuse utilizar ese inicio con todo el descaro, a pelo y sin permiso, muchos años después de ser escrito, en un Agosto tórrido en el que la literatura sigue afortunadamente apaciguando la inquietante sensación de vivir en un continente vecino y equivocado. Porque si señores, en buena parte de esta piel reseca de toro, la sensación que nos ofrece lo más crudo del verano es la de la imagen de las piscinas salinas y cegadoras, la bosta de vaca africana ya acartonada, llena su ensaimada de moscas de alas verdes y violetas, un incansable espejismo de atmósfera turbulenta emergiendo desde el suelo para posarse después en la epidermis. Pareciera que no hay entonces mejor remedio que cobijarse a la sombra de un libro, las persianas a media caña de luz, las aspas de un ventilador haciendo el mismo ruido en blanco y negro (marca gabinete Sam Spade), para abrirlo así por primera vez, desplegando sus páginas con el pulgar del deseo del próximo otoño, buscando en su espejo blanco una tregua quizás.
Debo confesar que la primera idea que me vino a la cabeza cuando recibí el libro de Gonzalo, "La figura de cartón" (Libros.com, 2019), fue la de estar presente más ante un disco que un libro. Además, leyendo en el índice los nombres de Iggy Pop, Lou Reed y Bob Dylan (además de un capítulo dedicado a "la guitarra eléctrica"), quedó aparentemente confirmada la impresión que ya tenía asumida del autor (le conozco desde hace tiempo), la de un fino cronista musicólogo, perito de los entresijos de la música contemporánea, guía de la vanguardia clásica desde Bartok hasta Stockhausen, buceador en las playas del rock de Detroit, catedrático de los abismos modales del jazz. "No", me dije al poco, "no sería justo limitar al autor a su mera (aunque importantísima) labor como cronista de la tormenta perfecta del siglo XX, hay algo más en él, la del escritor que publica ilusionado su tercera obra, la del artista que, emulando al más certero D.H.Lawrence, busca con ahínco las palabras que no se odien entre sí, que no adulteren su significado más genuino"; Su obra reciente, a la que ahora me acerco con el reflujo del observador abierto en canal, posee la suficiente envergadura para ascender el peldaño de la mera crónica temporal, alcanzando así cotas más altas, de oxígeno más puro, mejor alineada con la escalada de sudor gordo del outsider que se esfuerza por crear un corpus literario propio.
Aun así, me empeño, "La figura de cartón" tiene un aire de trilogía discográfica, un deje de disco conceptual, como si el autor hubiera estado encerrado en su estudio casero pergeñando, dando forma, pariendo un libro de vaciamiento personal. Canciones largas a lo Dylan, aquí llamadas relatos. "De Juventud, dolor y violencia", tres espacios delimitados que abarcan su adolescencia, su primera madurez y un tiempo final en el que el autor produce y da a conocer su labor más seria, la de un hombre ya entregado a la ficción de la escritura.
En esta primera parte ,"Juventud", ya nos muestra Gonzalo la bandera del tiempo secular que le tocó vivir, el descubrimiento de las arenas movedizas y el afianzamiento de la música como tierra firme. Lo prueban esos momentos en los que "la música había hecho que la desolación del principio tornara indiferencia". Nos anticipan además un escenario, recurrente durante toda la obra, en el que el primer desencanto juvenil se torna en una suerte de nihilismo. La expresión narrativa, aquí en esta primera parte del libro, es más primitiva.
He salido de nuevo a pasear después de comer, flotando sobre un escenario de pasmo continuo, fotografiando la atmósfera de una tarde de nubes calientes (después de muchos días de asueto), intentando averiguar en el texto de Gonzalo el momento justo en que se produjo la quiebra, cómo dejó de ser un adolescente, chulo, rebelde, para dar paso a la madurez.
Un leve error sucede cuando el lector termina la lectura de "Dolor", la segunda parte del libro, y es que su "Harto" piensa que encajaría mejor en la primera cara de "Juventud", el avance del individualismo quizás sirviera mejor aparcarlo como colofón en el parking del desencanto juvenil. Aquí encuentro, no obstante, muchos de los mejores textos, los principales, "El regreso de Teresa", "El tiempo de las máquinas", y "Autoedición". "Asumo" es una pequeña joya literaria en la que una protagonista sin nombre define el mal ambiente laboral en su primer día de trabajo. "El regreso de Teresa" es uno de los ejercicios narrativos más elaborados. Contiene la secuencia de un thriller, las opciones escenográficas que plantea el autor (por qué no decirlo..., me recuerdan al recuperado Vargas Llosa de la última hornada) posibilitan aceptarla como el relato de un sueño donde la irrealidad juega un papel primordial, ¿o no?... La duda mantiene alerta al lector. El autor utiliza ese eje (la propia trayectoria mental del protagonista) como acción principal para culminar el relato reiterando el escenario fantasmal del sueño. "El tiempo de las máquinas" me recuerda la película "Surcos" de Nieves Conde (1951). "El problema era la vida...", comenta alguno de los protagonistas, enfrentando sus nombres e historias de pueblo antiguo (Eustaquio y Paulina) ante la ciudad vista como la nueva oportunidad ante la caída de los precios de los insumos. En "Autoedición" el protagonista reflexiona sobre el fracaso ante el intento de editar su obra tal y como desea. El autor deja a la opinión del propio lector la elección sobre los textos propios y otros alternativos que le ofrece la editorial. Perseveraré en la experiencia de lector curtido para manifestar mi preferencia por las propuestas ofrecidas por el autor, las alternativas del corrector de turno me resultan claramente asépticas, sin alma.
También concurren en "Violencia", la última parte de la trilogía, algunos de los mejores momentos de estos relatos. Frente a los poderosos guiones de "Febrero de 1977" y "La figura de cartón", la sencillez narrativa de "Antidisturbios", desde fuera una reflexión de la sinergia poder-policía-pueblo, desde dentro un monólogo del propio agente antidisturbios, justamente equilibrado en el resultado final. En "Febrero de 1977" y "La figura de cartón" se utilizan elementos externos, la casa abandonada, la llamada telefónica, el sobre conteniendo la carta, para resaltar la idea de un destino caprichoso. Aquí se encuentran los más conseguidos momentos literarios del libro de Gonzalo, la del último miembro de una saga familiar que descubre la impostura del padre, la del retorno de un soldado que se ve desplazado por la realidad virtual. Sobrevuelan Borges y Kafka, los caminos del bosque y la niebla se bifurcan y el personaje principal queda relegado por el monstruo más cariñoso de Frankenstein. Gonzalo teje y desteje las palabras, los verbos, el significado final de no pocas frases, como Pénelope en la espera de Odiseo, destruye lo hilado para volver a comenzar. El libro funciona como un ciclo, una membrana, una célula que se rehace cada mañana. He recuperado los discos de Reed y Dylan, también algunas antiguas cintas de la olvidada colección de casetes, y no por casualidad los mantengo como banda sonora mientras espero gozar de una hiportemia semejante a la de playa de Donostia.
Tus palabras hacen que comprenda mejor mi libro. Muchas gracias, Javier.
ResponderEliminarUn abrazo.
El libro tiene varias lecturas, cada mañana se reescribe. Lo leeré de nuevo antes de la presentación, seguro que saco más cosas.
ResponderEliminarAbrazos,
Espectacular reseña. Como dice Gonzalo, así seguro que es más fácil comprender muchas cosas. Abrazos.
ResponderEliminarLas sucesivas lecturas del libro abren el camino a más interpretaciones, suele pasar. Y la obra de Gonzalo tiene, entre otras, esa ventaja.
ResponderEliminarGracias y abrazos,
Javier.